El 7 de abril de 1506 nació en el Castillo de Javier un niño al que llamaron Francisco. Sus padres eran dos nobles locales, María de Azpilcueta y Juan de Jaso, aunque en el futuro Francisco utilizaría siempre el apellido Javier.
Fue enviado a estudiar Literatura y Filosofía en la Sorbona de París. Hasta entonces, y aún durante algunos años, su mayor ambición era devolver a su familia el honor de antes de la guerra, en la que resultó empobrecida y humillada por la derrota.
Después de ocho años, a punto ya de terminar sus estudios, conoció al que desde entonces sería su mejor amigo, Iñigo de Loyola. Con paciencia, habilidad y muchos ejemplos personales, Iñigo fue mostrando a Francisco lo banal de los bienes materiales, repitiendo una frase del evangelio que terminó por convencerle de lo absurdo de su posición: "¿De qué te sirve ganar todo el mundo, todos los honores y riquezas si luego pierdes tu alma?"
Decidido ya a dedicar su vida a predicar el evangelio, viajó con Iñigo a Roma, donde se presentó ante el Papa Pablo III y fue ordenado sacerdote. Fue uno de los siete primeros religiosos con los que Iñigo, que con el tiempo sería canonizado como San Ignacio de Loyola, fundó la Compañía de Jesús o Comunidad de Padres Jesuitas.
Algún tiempo después, Javier expresaría muy gráficamente las nuevas prioridades de su vida: "¡Qué descanso vivir muriendo cada día, por ir contra nuestro propio querer, buscando no los propios intereses sino los de Jesucristo!"
La vocación misionera de Francisco le llevó primero a Italia y Portugal, para luego embarcar con rumbo a las Indias Orientales en calidad de nuncio del Papa. En La India predica tres años y tres meses, atendiendo una leprosería.
Realizó trece viajes de evangelización por La India, donde obtuvo entre las clases populares un éxito abrumador. Dormía en sus pobres chozas, compartía su arroz y sólo bebía agua. Viajó a Malaca durante seis meses y en varias islas de Las Molucas se detuvo durante un año y medio.
Su único equipaje eran su libro de oraciones y su incansable ánimo para enseñar, curar a enfermos, aprender idiomas extraños y bautizar conversos por millares. Dedicaba las noches a la oración y, si no lograba vencer el sueño, se acostaba unas horas en el suelo, junto al sagrario.
También solía dormir en los hospitales para estar cerca de los enfermos y le gustaba dar catequesis a los niños. Muy lejos ya de sus ambiciones materiales, solía exclamar: "Basta Señor: si me mandas tantos consuelos me vas a hacer morir de amor".
Cuando los enfermos eran demasiados para poder atenderlos a todos, entregaba a los niños su rosario, que llevaba siempre al cuello, y su solo contacto curaba a muchos de ellos de su enfermedad. Estas curaciones milagrosas las atribuía al poder de Dios, y en ningún modo a su propia santidad, que la gente solía atribuirle ya en vida.
Su predicación era constante y tenaz, regresando una y otra vez con diferentes medios hasta conseguir transmitir la fe a las personas a que se dirigía. Todos los que lo conocieron le describieron como una persona muy alegre y optimista, dispuesta a trasmitir a los demás la felicidad que le producía haber sido escogido por Dios para difundir su palabra.
Entonces regresa durante algo más de un año a La India y Malaca, donde conoce a Yajiro, samurai japonés al que bautizará como Paolo de Santa Fe. El le habló de un país en que tenían universidades y la gente se guiaba por la razón.
La isla había sido ya citada por Marco Polo con el nombre de Cipango, y algunos pocos occidentales la habían visitado unos años antes. Acompañado por sus compañeros jesuitas Cosme de Torres y Juan Fernández, embarcó en Cochin para un viaje de cuarenta y dos días a bordo de un junco pirata, enfrentándose a tifones y temporales.
Llegaron a Kagosima el 15 de agosto de 1549. Arropados por la familia de Yajiro y más tarde autorizados por el caudillo Shimazu Takahisa, fueron los primeros difusores del cristianismo entre "la mejor gente hasta ahora descubierta", como los definió Javier, pero con creencias profundamente arraigadas en el budismo y el sintoísmo.
Los propios sacerdotes bonzos del templo Fukushoji mantuvieron con ellos y sus prédicas una actitud benevolente y receptiva, manteniendo intensos debates filosóficos y religiosos. Los problemas entre ambas culturas empezarían tras la partida de Javier, culminando en una persecución y masacre de cristianos que se desarrolló durante siglos. En la actualidad menos del 1 % de la población japonesa es cristiana.
Javier tuvo que vestirse elegantemente y ejercer los títulos de nuncio papal y embajador del rey de Portugal porque los caciques japoneses despreciaban su pobre atuendo de misionero. En Hirado, Yamaguchi y Miyako estará dos años y tres meses, para luego regresar a La India.
Emprendió su último viaje con rumbo a China, país cerrado a los extranjeros pero en el que Javier depositaba grandes esperanzas. Fue abandonado y enfermó en la isla de Sancian, donde soportó estoicamente los sufrimientos de su enfermedad entre oraciones a Jesús y María.
Murió allí mismo el 3 de diciembre de 1552. A su entierro asistieron únicamente un catequista que lo acompañaba, un portugués y dos negros. Ese mismo día, el Cristo de nogal del siglo XIV, que aún se conserva, sudó sangre en la capilla del castillo de Javier.
Fue canonizado por el Papa Gregorio XV en 1622 y Pío X lo nombró Patrono de todos los misioneros. Sus restos, que fueron encontrados incorruptos al realizar su traslado, se conservan en Goa, ciudad portuguesa de la India donde situó su centro de evangelización.
En la carretera a Yesa se sitúa una Exposición Misional que relata las andanzas de San Francisco Javier por medio de paneles y dioramas. Este santo, patrono de la Comunidad Foral de Navarra, está considerado el más representativo de los misioneros cristianos y, en una época de peligros e incógnitas, uno de los primeros viajeros de la historia.
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