Santa Teresa, hija del rey Sancho
I de Portugal y de Dª. Dulce de Aragón, se casó con su primo, el rey
Alfonso IX de León. Tras varios años de feliz vida marital (y varias
hijas), el matrimonio fue declarado nulo por el parentesco demasiado
estrecho entre ella y Alfonso y no haber recibido las dispensaciones
apropiadas. Alfonso se casó con doña Berenguela, la madre de Fernando III
el Santo.
Teresa volvió al monasterio
cisterciense de San Benito de Lorbao, próximo a Coimbra. Allí se entregó a
la práctica de todas las virtudes hasta su muerte, en gran ancianidad, el
17 de junio de 1250.
Fue enterrada en su mismo
monasterio, junto a la tumba que ella había dispuesto veinte años antes
para su santa hermana Sancha, virgen clarisa, fundadora del convento de
Santa María de las Cellas.
Teresa pudo fácilmente haber
guardado rencor, no lo hizo así. Con su ayuda se alcanzó un acuerdo
pacífico.
Guardar rencor es como montar en
bicicleta con una piedra en el zapato. A veces se va para un lado, pero la
mayoría de las veces hace que cada pedalada sea miserable.
Lo peor de los rencores es la
amargura que crean en nuestra alma. A menudo la persona a la que guardamos
rencor ni siquiera sabe que estemos molestos y enfurecidos con ella.
Acabamos por gastar extraordinarias cantidades de tiempo labrando y
planeando nuestra venganza, para acabar descubriendo que la venganza nunca
es tan dulce como creemos que lo va a ser. Si mantienes rencor contra
alguien o contra algo, ahora es el momento de sacarte la piedra del zapato.
Tienes la garantía de que te sentirás mejor y caminarás mejor.
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