Santidad en todos los estados de vida
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Esta santa fue ejemplo de doncella católica, esposa, madre, viuda, religiosa, y un prodigio de gracia y santidad. Aún en vida le fueron develados misterios del más allá, habiendo sido favorecida con visiones del Infierno, el Purgatorio y el Cielo, así como por la presencia visible de su Ángel de la Guarda. Recibió también la protección de un Arcángel, y más tarde la de una Potestad.
Plinio María Solimeo
Francisca, nacida en 1384 en una eminente familia del patriciado romano, recibió la formación católica de su madre, pero fue dirigida por el Divino Espíritu Santo en las vías de la santidad. De pureza virginal, no pensaba sino en consagrarse enteramente a Dios. A los 12 años hizo voto de ser religiosa. Pero no era ése el designio de Dios, por lo menos en aquel momento. Y así, aconsejada por su director espiritual, tuvo que aceptar el matrimonio propuesto por su padre con el joven Lorenzo Ponziani, también de alta estirpe y buena disposición hacia la virtud.
A pesar de su corta edad, la joven esposa se empeñó en estudiar el genio del marido, para vivir con él en perfecta armonía conyugal. Y lo hizo tan bien que, durante los 40 años que duró su matrimonio, jamás hubo el menor desentendimiento entre esposo y esposa.
Al casarse, Francisca fue a vivir al palacio de su marido, en donde encontró un tesoro en la persona de su cuñada Vanossa, predispuesta a secundarla en todo, en la línea de la virtud y del bien. Las dos comenzaron a visitar a los pobres, asistir a los enfermos y practicar toda especie de obras de misericordia. Para ello, los respectivos maridos, reconociendo los méritos y alta virtud de las esposas, les daban completa libertad de acción.
Así, un día Roma vio estupefacta a Francisca, la gran dama de la aristocracia, arrastrando por las principales calles de la ciudad a un asno cargado de leña, y aún con un haz de ésta sobre la cabeza, que iba distribuyendo a los pobres. También fue vista en las puertas de las iglesias junto a los pobres, mendigando con ellos para socorrer a los que estaban imposibilitados de hacerlo. En un año de gran carestía, Francisca y Vanossa fueron de puerta en puerta a pedir limosnas para los pobres. Muchos se escandalizaban al ver a dos matronas de la aristocracia practicando tan modesta tarea. Otros, por el contrario, se edificaban con tanta humildad y se unían a ellas.
Ella convirtió a varias mujeres perdidas; sin embargo, a algunas que no quisieron hacer penitencia y enmendarse, se empeñó para que fuesen expulsadas de Roma o de asilos a donde se habían retirado, para que no pervirtiesen a otras.
Formando a los hijos para el Cielo
Conociendo que los hijos son dados para ocupar los tronos vacíos dejados en el Cielo por la caída de los demonios, Francisca se los pidió a Dios. Y tuvo tres. Al primero le dio como patrono a San Juan Bautista, al segundo a San Juan Evangelista, y a la tercera, una niña, a Santa Inés.
Vigilando ella misma por su educación, los preparó antes que nada para la vida que no tiene fin. Así Juan Evangelista, que vivió apenas nueve años, progresó tanto en la virtud, que llegó a tener el don de profecía. Al momento de su muerte, vio a San Juan y a San Onofre que venían a buscarlo.
Tiempo después de muerto, se le apareció a su madre todo resplandeciente de gloria, acompañado por un joven aún más brillante, diciéndole que, de parte de Dios, vendría pronto a buscar a su hermanita Inés, entonces con cinco años. Y que Dios le daba a su madre, para ayudarla en las vicisitudes de la vida, además de su Ángel de la Guarda, a un Arcángel para protegerla e iluminarla en el camino de la virtud.
Francisca pasó a tener la presencia radiante de ese Arcángel noche y día, de tal modo que no necesitaba de la luz material para sus quehaceres, pues la del espíritu celeste le bastaba.
Estado de continencia en la vida conyugal
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Como Santa Francisca vivió en la tumultuosa época en que Roma estaba dividida en dos partidos —el de los Orsini, que luchaban a favor del Papa, y a cuyo servicio Lorenzo tenía un alto cargo, y el de los Colonna, que apoyaban a Ladislao de Nápoles—, tuvo mucho que sufrir. Su marido fue gravemente herido en una de las refriegas y llevado como prisionero, y su hijo como rehén; padeció también el saqueo de la casa, siendo despojada de sus bienes. Como nuevo Job, apenas repetía: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó, bendito sea Él”. Más tarde, como el patriarca, sus familiares y bienes le fueron restituidos.
Cuando Lorenzo fue gravemente herido, Francisca lo cuidó con todo amor y cariño. Y aprovechó, cuando éste se restableció, para persuadirlo a vivir de ahí en adelante en perfecta continencia. Él accedió, con tal que ella no lo abandonase y mantuviese dirigiendo la casa. Feliz, Francisca vendió sus joyas y ricos vestidos, dio el dinero a los pobres y empezó a andar con una vulgar túnica sobre áspero cilicio. Comenzó a tomar una sola comida al día, y aún así ésta consistía apenas de insípidas legumbres. Aumentó las disciplinas y empezó a dedicar más tiempo a la oración.
Elaboración de la Regla de su Orden: orientación de Apóstoles y grandes santos
Francisca veía el peligro que corrían muchas damas de Roma entregadas a las frivolidades y futilidades de una sociedad decadente, en la cual ya se podían percibir los inicios funestos del Renacimiento. Por eso oraba y lloraba delante de Dios, pidiendo remedio para eso. Oyó entonces una voz que le decía: “Ve, trabaja, reúnelas, infunde tu espíritu y el espíritu de Benito, el patriarca, espíritu de paz, de oración y de trabajo”.1 La sierva de Dios comenzó entonces a reunir a viudas y doncellas dispuestas a vivir en estado de perfección. Al principio formó sólo una asociación de mujeres piadosas dedicadas al culto de la Madre de Dios y al trabajo para la propia santificación. Pero después, por inspiración de Dios, surgieron las “Oblatas de San Benito”. San Pedro, San Pablo, San Benito y Santa María Magdalena se le aparecieron en diversas oportunidades, instruyéndola sobre los puntos de la regla. “Ella la llevó después a una tal perfección, que se puede decir que en ella dejó la idea más perfecta de la vida religiosa”.2
Cuando falleció su marido, Francisca encauzó el futuro del hijo que le quedaba, dejándole toda su herencia, y pidió ser admitida en la congregación que había fundado. Por obediencia a su confesor, aceptó el cargo de superiora. Y Dios bendijo su sacrificio dándole por compañero un Ángel más, del coro de las Potestades, cuya gloria era mucho más esplendorosa aún que la del Arcángel. Era también mucho mayor su poder contra los demonios, pues con una sola mirada los ahuyentaba.3
Víctimas de violentos ataques
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Si es verdad que la santa tenía un continuo comercio con los ángeles, no es menos verdadero que también el espíritu infernal no le daba tregua, agrediéndola muchas veces, hasta físicamente. Así, una vez estaba ella de rodillas junto a una religiosa enferma, cuando el demonio la agarró con furia y la arrastró por el cuarto hasta la puerta. Otra noche, estando ella en oración, la cogió de los cabellos y la llevó a una terraza, dejándola colgada sobre la vía pública. Francisca se encomendó a Dios, y pronto se vio en su celda.
En una otra ocasión, Santa Francisca encendía una vela bendita. El espíritu infernal cogió la vela, la tiró al suelo y escupió encima. La santa le preguntó por qué profanaba una cosa santa. Éste le respondió: “Porque las bendiciones de la Iglesia me desagradan a más no poder”.
Impresionantes visiones del Infierno, Purgatorio y Cielo
Santa Francisca fue favorecida con muchas visiones sobre la vida del más allá, habiendo sido llevada en espíritu por su Ángel al Infierno, al Purgatorio y al Paraíso celestial. Después de testimoniar los horrores del Infierno, fue llevada al Purgatorio. Sobre este lugar de expiación, dijo ella: “En él no reina ni el horror, ni el desorden, ni la desesperación, ni las tinieblas eternas [del infierno]; allá la esperanza divina difunde su luz”. Y le fue dicho que ese lugar de purificación era también llamado de ‘posada de esperanza’. Vio allí almas que sufrían cruelmente, y también a ángeles que las visitaban y las asistían en sus sufrimientos”.4
Fue llevada al Paraíso celestial, donde comprendió algo de la esencia de Dios.
La Pasión de Cristo era su meditación ordinaria, siendo que algunas veces sentía físicamente los dolores padecidos por Cristo. Era gran devota de la Sagrada Eucaristía, sobre la cual hacía largas meditaciones delante del Sagrario. En la víspera de la Navidad de 1433, Francisca tuvo la dicha de recibir en sus brazos al Divino Niño Jesús.
Fallecimiento e incomparable elogio de un Doctor de la Iglesia
El 9 de marzo de 1440, conforme lo había predicho, la Santa entregó su alma a Dios. Contaba 56 años de edad, de los cuales había pasado doce en la casa paterna, cuarenta en el estado matrimonial y cuatro como religiosa.
Roma lloró y exaltó a aquella ilustre hija. Comenzaron a operarse milagros en su tumba.
“Cuando, en 1606, estaba en marcha el proceso de canonización de Francisca, el Cardenal San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, asoció a su voto favorable una declaración que consistió en un elevado elogio de la extraordinaria santa. Afirmó que habiendo ella vivido primero en virginidad, después, una serie de años, en casto matrimonio, habiendo soportado los infortunios de la viudez, y habiendo seguido finalmente la vida de perfección en el claustro, merecía tanto más las honras de los altares cuanto más podía ser presentada como modelo de virtud para todas las edades y todos los estados”.
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