San Sabas, uno de los patriarcas más renombrados entre los monjes de Palestina, nació en Mutalaska de Capadocia, no lejos de Cesárea, el año 439. Su padre era un oficial del ejército. Este, obligado a partir a Alejandría con su esposa, confió a su hijo Sabas y la administración de sus posesiones a su cuñado. La tía de Sabas le maltrató de tal manera que el niño huyó de la casa a los ocho años y se refugió en la casa de su tío Gregorio, hermano de su padre, con la esperanza de ser ahí menos infeliz. Gregorio exigió entonces que se le confiase también la administración de los bienes de su hermano, lo cual dio origen a dificultades y pleitos legales entre los dos tíos de Sabas. El niño, que era de temperamento pacífico y sufría mucho por ser causa de discordias, huyó al monasterio de Mutalaska. Al cabo de algunos años, sus dos tíos, avergonzados de su conducta, decidieron sacarle del monasterio, devolverle sus propiedades y convencerle de que contrajese matrimonio. Pero el joven Sabas había gustado ya la amargura del mundo y la suavidad de Cristo, y su corazón estaba tan apegado a Dios, que no hubo argumento capaz de arrancarle del monasterio. A pesar de que era el más joven de los monjes, en fervor y virtud los aventajaba a todos. En cierta ocasión en que Sabas ayudaba al panadero, éste puso a secar sus vestidos junto al horno, pero los dejó olvidado; y se le quemaron. Viendo al pobre monje muy afligido por ello, Sabas se trasladó a Jerusalén para tomar ejemplo de los anacoretas de esa región Pasó el invierno en un monasterio gobernado por el santo abad Elpidio. El monjes querían que Sabas se quedase con ellos, pero el joven, que desea! mayor silencio y retiro, prefirió el modo de vida de San Eutimio, quien había negado a abandonar su celda aislada a pesar de que se había construido un monasterio expresamente para él. Sabas pidió a San Eutimio que le aceptase por discípulo; pero el santo, juzgándole demasiado joven para el retiro absoluto, le recomendó a San Teoctisto, el cual era superior de un monasterio que quedaba a unos cinco kilómetros de la colina en la que él vivía.
Sabas se consagró con renovado fervor al servicio de Dios. Trabajaba el día entero y velaba en oración buena parte de la noche. Como era muy vigoroso, ayudaba a los otros monjes en los trabajos más pesados, cortaba leña y acarreaba agua al monasterio. Sus padres fueron a visitarle ahí. Su padre quería que ingresara en el ejército y disfrutase de las riquezas que él había amasado. Como el joven se negase, le rogó que por lo menos aceptara algún dinero para poder vivir; pero Sabas sólo aceptó tres monedas de oro y las entregó al abad a su regreso. A los treinta años de edad, Sabas consiguió que San Eutimio le diese permiso de pasar cinco días por semana en una cueva lejana. Empleaba ese tiempo en la oración y el trabajo manual. Partía del monasterio el domingo por la tarde, con una carga de hojas de palma, y regresaba el sábado por la mañana con cincuenta canastas, porque tejía diez canastas al día. San Eutimio eligió a Sabas y a Domiciano para que le acompañasen a su retiro anual en el desierto de Jebel Quarantal, donde, según la tradición, ayunó el Señor durante cuarenta días. Los tres monjes iniciaron su penitencia el día de la octava de la Epifanía y volvieron al monasterio el Domingo de Ramos. Durante aquel primer retiro San Sabas perdió el conocimiento a causa de la sed. San Eutimio, compadecido de él, rogó a Jesucristo que se apiadase de su fervoroso soldado; acto seguido golpeó la tierra con su bastón e hizo brotar una fuente. Sabas bebió un poco y recobró las fuerzas. Después de la muerte de Eutimio, San Sabas se adentró todavía más en el desierto, rumbo a Jericó. Ahí pasó cuatro años sin hablar con nadie. Después, se trasladó a una cueva situada frente a un acantilado, al pie del cual, corría el torrente Cedrón. Para subir a la cueva y bajar de ella, el santo empleaba una cuerda. Su único alimento eran las yerbas silvestres que crecían entre las rocas, excepto cuando los habitantes de la región le llevaban un poco de pan, queso, dátiles y otros alimentos. Para tomar un poco de agua, tenía que recorrer una distancia considerable.
Al cabo de algún tiempo, empezaron a acudir muchos monjes que querían servir a Dios bajo la dirección del santo. Este se resistió al principio; pero finalmente fundó una nueva “laura.” Una de las primeras dificultades que surgieron, fue la escasez de agua. Pero el santo, viendo un día a un asno cocear la tierra, mandó excavar en ese sitio. Ahí se descubrió una fuente que dio de beber a muchas generaciones. San Sabas llegó a tener ciento cincuenta discípulos; sin embargo, no había entre ellos ningún sacerdote, pues el santo opinaba que ningún religioso podía aspirar a tan alta dignidad sin incurrir en presunción. Ello movió a algunos de sus discípulos a quejarse ante Salustio, patriarca de Jerusalén. El obispo juzgó infundadas las acusaciones que hicieron al santo; pero, comprendiendo que hacía falta en la comunidad un sacerdote para restablecer la paz, ordenó a San Sabas el año 491. El santo tenía entonces cincuenta y tres años. Su fama de santidad atrajo a los monjes de las regiones más distantes. En la “laura” del santo había egipcios y armenios, de suerte que éste tomó disposiciones para que pudiesen celebrar los oficios en sus respectivos idiomas. Después de la muerte del padre de Sabas, su madre se trasladó a Palestina y sirvió a Dios bajo su dirección. Con el dinero que su madre había llevado, San Sabas construyó dos hospitales, uno para los forasteros y otro para los enfermos; también construyó un hospital en Jericó y otro en una colina de los alrededores. El año 493, el patriarca de Jerusalén nombró a San Sabas archimandrita de todos los monjes de Palestina que vivían en celdas aisladas (ermitaños) y a San Teodosio de Belén archimandrita de todos los que vivían en comunidad (cenobitas).
Siguiendo el ejemplo de San Eutimio, San Sabas partía de la “laura” una o más veces al año y, por lo menos, pasaba la cuaresma sin ver a nadie. Algunos de sus monjes se quejaron de ello. Como el patriarca no atendiese a sus quejas, unos sesenta de ellos abandonaron la “laura” y se establecieron en las ruinas de un monasterio de Tecua, en donde había nacido el profeta Amos. Cuando San Sabas se enteró de que los disidentes se hallaban en grandes dificultades, les envió víveres y los ayudó a reconstruir la iglesia. El santo fue arrojado de su “laura” por algunos rebeldes; pero San Elias, el sucesor de Salustio de Jerusalén, le mandó volver. Entre otras cosas, se cuenta que el santo se echó una vez a dormir en una cueva que era la madriguera de un león. Cuando la fiera volvió, cogió entre las fauces al santo por los vestidos y le echó fuera. Sin inmutarse por ello, Sabas volvió a la cueva y llegó a domar al león. Pero la fiera puso en aprietos al santo en varias ocasiones, de suerte que Sabas le dijo que, si no podía vivir en paz con él, más valía que retornase a su madriguera. Así lo hizo el león.
Por entonces, el emperador Anastasio apoyaba la herejía de Enrique y desterró a muchos obispos ortodoxos. El año 511, envió a San Sabas a ver al emperador para que dejase de perseguir a los cristianos. San Sabas tenía setenta años cuando emprendió ese viaje a Constantinopla. Como el santo parecía un mendigo, los guardias del palacio del emperador dejaron pasar a los otros miembros de la embajada, pero no a él. Sabas no dijo nada y se retiró. Una vez que el emperador hubo leído la carta del patriarca, en la que éste se hacía lenguas de Sabas, preguntó dónde estaba éste. Los guardias le buscaron por todas partes hasta encontrarlo en un rincón, orando. Anastasio dijo a los abades que pidieran lo que quisiesen; cada uno de ellos presentó sus peticiones, excepto San Sabas. Como el emperador le urgiese a hacerlo, dijo que no tenía nada que pedir para él y que sólo deseaba que el emperador restableciese la paz en la Iglesia y no molestase al clero. Sabas pasó todo el invierno en Constantinopla. Con frecuencia, visitaba al emperador para discutir con él contra la herejía. A pesar de todo, Anastasio desterró a Elias de Jerusalén y le sustituyó por un tal Juan. Entonces, San Sabas y otro monje partieron apresuradamente a Jerusalén y persuadieron al intruso de que por lo menos no repudiase los edictos del Concilio de Calcedonia. Se cuenta que San Sabas asistió en su lecho de muerte a Elias en una ciudad llamada Aila, junto al Mar Rojo. En los años siguientes, estuvo en Cesárea, Escitópolis y otros sitios, predicando la verdadera fe, y convirtió a muchos a la ortodoxia y a mejor vida.
A los noventa y un años, a petición del patriarca Pedro de Jerusalén, el santo emprendió otro viaje a Constantinopla, con motivo de los desórdenes producidos por la rebelión de los samaritanos y su represión por parte de las tropas imperiales. Justiniano le acogió con grandes honores y le ofreció dotar sus monasterios. Sabas replicó, agradecido, que no necesitaban renta alguna mientras los monjes sirviesen fielmente a Dios. En cambio, rogó al emperador que rebajase los impuestos a los habitantes de Palestina, si tomaba en cuenta lo que habían tenido que sufrir a consecuencias de la rebelión de los samaritanos. Igualmente, le pidió que construyese en Jerusalén un hospital para los peregrinos y una fortaleza para proteger a los ermitaños y a los monjes contra los merodeadores. El emperador accedió a todas sus peticiones. Un día en que éste se ocupaba de los asuntos de San Sabas, el abad se retiró de su presencia a la hora de tercia para decir sus oraciones. Su compañero, Jeremías, le hizo notar que no estaba bien retirarse así de la presencia del emperador. El santo replicó: “Hijo mío, el emperador cumple con su deber y nosotros debemos cumplir con el nuestro.” Poco después de regresar a su “laura”, el santo cayó enfermo. El patriarca logró convencerle de que se trasladase a una iglesia vecina, donde le asistió personalmente. Los sufrimientos del santo eran muy agudos; pero Dios le concedió la gracia de una paciencia y resignación perfectas. Cuando Sabas comprendió que se aproximaba su última hora, rogó al patriarca que mandara trasladarle a su “laura.” Inmediatamente, procedió a nombrar a su sucesor y a darle sus últimas instrucciones. Después, pasó cuatro días sin ver a nadie, ocupado únicamente de Dios. Murió al atardecer del 5 de diciembre de 532, a los noventa y cuatro años de edad. Sus reliquias fueron veneradas en su principal monasterio, hasta que los venecianos se las llevaron.
lunes, 5 de diciembre de 2011
SAN SABAS ABAD
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