Que Dios santísimo nos conceda
muchos gobernantes tan virtuosos
como San Eduardo rey.
Dichoso el que teme ofender al Señor.
Le irá bien (Salmos).
No fueron fáciles aquellos años de la Edad Media en los que abundaban las intrigas, las muertes violentas y los saqueos de toda clase... Al rey Eduardo le tocó de cerca tanta desgracia. Nació cerca de Oxford, en Inglaterra, por el año 1004. Cuando apenas sabrá distinguir el mal y el bien de las cosas, ya se verá obligado a cargar con los sinsabores de su pertenencia a la alta alcurnia de su patria. Son años difíciles para Inglaterra. Quizá los más trágicos de su historia.
No tenía más de diez años cuando su padre un día le manda que vista el traje más bonito y que se disponga para partir a lejanas tierras. ¿Motivo? Su padre Etelberto teme que el usurpador de su patria dé muerte a él y a toda su familia. Por lo menos, piensa, vamos a salvar a ésta, y manda a su esposa Emma que con los dos hijos menores, Eduardo y Alfredo, parta para Normandía donde tiene buenos amigos, hablan su idioma y se sentirán como en casa.
He aquí a Eduardo en tierra extranjera y solitario. Pronto llegan malas noticias: Su padre ha muerto y su hermano mayor, Edmundo, que era el príncipe heredero, también. Los campos son arrasados, los labriegos y nobles muertos a espada. Toda Inglaterra está sumida en el caos más espantoso. Por si fuera poco para el joven Eduardo, un día llegan unos emisarios que dicen venir con muy buenas intenciones para llevarse a Inglaterra a los dos hermanos. Alfredo se lo cree y cae en sus patrañas recibiendo la muerte. Para colmo de males aquella mujer, su madre Emma, que parecía amar a sus hijos y a su patria, un día desaparece y es que ha ido a contraer matrimonio con el mismo usurpador. Eduardo queda solo y huérfano. Pero no se desalienta. Se refugia en la oración que es donde espera la luz y la fuerza para resistir y vencer. Acudió a Dios con toda confianza de hijo y le habló así:
- «Señor, Padre mío, no tengo a quien volver los ojos en la tierra. Por ello acudo a Ti, seguro de que vas a venir en mi ayuda. Mi padre murió después de una vida de desgracias. La crueldad ha destruido a mis hermanos. Mi madre me ha dado un padrastro en mi mayor enemigo. Mis amigos me han vuelto la espalda. Estoy solo, Señor, y mientras tanto buscan mi vida. Pero tú eres el protector del huérfano y en Ti está la defensa del pobre. Ayúdame, Señor».
Eduardo era de temperamento recogido, taciturno, amante de la justicia, aunque no quería derramamiento de sangre. No hay mal que dure cien años. Los ingleses una vez muerto el usurpador fueron a buscar a Eduardo y volvió en olor de multitudes a su patria donde fue coronado rey, el día de Pascua, 3 de abril de 1043. Eduardo nada supo de venganzas contra los que habían hecho tanto mal a él y a su patria. Perdonó. Enderezó todos los entuertos que había cometido el usurpador. Quitó los impuestos, protegió a los pobres y trabajó con todas sus fuerzas por la prosperidad material y espiritual de su patria. Tomó como lema: «Ser más padre que rey; Servir más que mandar». Y este otro: «Ser rey de sí mismo y súbdito de Dios».
Recomendó a su madre que ingresara en un Monasterio como así lo hizo. El casó con la virtuosa Edit que era «rosa que floreció entre espinas»: piadosa, culta, hermosa, prudente. Hicieron voto de virginidad de vivir como hermanos y se amaron con toda el alma. Ella fue un buen puntal para el gobierno de Eduardo. A tantos males siguieron más bienes. En dos palabras podíamos resumir su largo reinado: Paz y justicia. Y al haber esto, siguió la tercera: prosperidad y bien espiritual. Era muy piadoso y gran devoto de la Eucaristía y de la Virgen María. Era el 5 de enero de 1066 cuando expiró. Le lloró toda Inglaterra. Habían perdido a un padre y al mejor de todos los reyes de su milenaria historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario