TODOS LOS SANTOS

miércoles, 17 de noviembre de 2010

SAN JUAN DEL CASTILLO (JESUITA)





Nace en Belmonte, España, el día 14 de septiembre de 1596. Sus padres, Alonso del Castillo y María Rodríguez se cuentan entre las personas importantes y adineradas de la ciudad. Una semana después recibe el sacramento del bautismo en la Colegiata de la villa. Por ser el primogénito recibe el nombre del abuelo paterno.

Después de él, los padres tienen nueve hijos. Sus hermanas Juana, Jerónima y Jacinta ingresan como religiosas de clausura en el convento de las Concepcionistas franciscanas de Belmonte. Don Alonso, el padre, es el Corregidor de la villa.

Los padres de Juan se esmeran por formarlo muy cristianamente. Desde joven estudia en el Colegio de la Compañía de Jesús en su ciudad natal.

El Colegio ha sido fundado por san Francisco de Borja. "El Señor sea servido de poner gente de la Compañía, porque tengo particular esperanza de Belmonte". El Colegio tiene m s de cuatrocientos alumnos, no sólo del pueblo, sino también de los lugares de la comarca.

Uno de los maestros de Juan es el P. Diego de Boroa quien va a ser más tarde su compañero de misión en las Reducciones paraguayas.

En el Colegio conoce y lee con gusto las cartas de San Francisco Javier, el gran apóstol de la Compañía de Jesús. A través de esas cartas y bajo la dirección de los jesuitas hace su discernimiento vocacional.

Después estudia derecho en la Universidad de Alcalá, un año, para dar gusto a sus padres.

El 21 de marzo de 1614 ingresa a la Compañía de Jesús, en el Noviciado de Madrid. El P. Boroa dice: "Se ejercitaba en los oficios más humildes y trabajosos de la Compañía, de cocinero, panadero y hortelano".

Después del noviciado y sus votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia, Juan es destinado al Colegio de Huete para iniciar los estudios de filosofía. Es otro Colegio también fundado por el incansable San Francisco de Borja.

Recién iniciado el curso de 1616, escucha allí al Procurador del Paraguay y Chile, el P. Juan de Viana, quien tiene la misión de llevar refuerzos a las Indias de occidente. El padre Procurador pondera la abundancia de la mies americana, las penas y fatigas de los misioneros y señala la esperanza de un martirio. Juan se ofrece. Logra de sus superiores que se le cambie su destino al Perú por el más duro de Chile y Paraguay. Es aceptado.

El 2 de noviembre de 1616 inicia el viaje al continente americano en el gran puerto de Lisboa.

A bordo traba amistad con el joven jesuita Alfonso Rodríguez, de Zamora, quien también viaja en la misma expedición de misioneros. Tiene éste dos años menos, pero los deseos son los mismos.

Entre mareos y tormentas, entre calmas y calores, llegan al puerto de Santa María de los Buenos Aires, el 15 de febrero de 1617. Descansan unos días en el Colegio, los necesarios para reponer las fuerzas. El Colegio es modesto, pero para los viajeros la caridad de recibimiento los llena de consolación.

Desde Buenos Aires los dos estudiantes jesuitas viajan a la ciudad de Córdoba del Tucumán, al Colegio Máximo, para terminar allí sus estudios de filosofía. Es un caminar cansino, a través de la inmensa pampa argentina. La carga y los libros van en carretas tiradas por bueyes y ellos montan a caballo.

Con su amigo Alfonso Rodríguez, Juan mira, asombrado, la inmensidad sin horizonte. A veces, a lo lejos, observa, con algún entusiasmo y temor, a los indios pampas que sienten invadido el territorio.

En la docta y universitaria ciudad de Córdoba, Juan del Castillo es un muchacho que no pierde el tiempo. No se distingue mucho en los estudios. La salud no parece buena. El duro clima de la ciudad lo agota m s de la cuenta. Tiene, por cierto, mejor éxito en los cortos apostolados entre los pobres de la ciudad y sus alrededores.

En el silencio y la oración, se decide a trabajar en esta América que ya empieza a querer.

En los finales de 1619, al terminar la filosofía, es destinado a la ciudad de Concepción, en el vecino país de Chile. Es la experiencia de magisterio.

Tal vez influye en los superiores el hecho de que el otro lado de la cordillera tenga un mejor clima. Juan ahí, sin duda, podrá reponerse.

Los informes de los superiores no lo favorecen. Las expresiones lacónicas poco dicen: "Es mediano de inteligencia y también en la prudencia. La experiencia es poca. El progreso en el estudio de filosofía es mediocre. Pero es capaz de enseñar gramática".

Eso último es suficiente para su magisterio en Chile, en el muy modesto Colegio de Concepción.

Antes de viajar conversa muy largamente con el jesuita Alonso de Ovalle y Manzano. El es nacido en Santiago de Chile y estudia ahora en la ciudad de Córdoba. Ovalle conoce bien los paisajes, las costumbres y los habitantes de su país. Juan, a través de Alonso, empieza a amar ese último rincón de la tierra.

Otro largo viaje. A caballo y en carretas, termina por atravesar la pampa. Está contento. Puede decir que la conoce ahora casi entera.

Unos pocos días descansan los viajeros en la ciudad de Mendoza, en la Residencia y el pequeño Colegio de la Compañía. Ya están en Chile, el cual comienza en la Provincias de Cuyo. Pero Juan y los otros jesuitas que viajan a Santiago parecen impacientes por continuar y atravesar la imponente cordillera.

El cruce de la gran cordillera de los Andes, lo hacen en mula y a pie, entre cuestas y precipicios enormes. El sendero va por la ladera escarpada, tan estrecho que apenas cabe la mula. Una de las bestias pisa mal y cae con su carga hacia el río que corre en lo profundo. Es un ruido que aterroriza.

La admiración de Juan parece infinita. Sus ojos, incansables, recorren, uno a uno, los paisajes. Agradece a Dios esas alturas con nieves eternas, esos saltos sonoros de las cascadas, los ríos correntosos.

Al bajar de las cimas, empiezan los viajeros a recorrer el valle del río Aconcagua. Algunos Padres del Colegio han venido a recibirlos. Juan se maravilla de los campesinos tan tranquilos, de sus campos y los frutos. Será una hermosa experiencia la del magisterio en Chile.

Santiago, la capital de Chile, lo recibe sonriendo. El gran Colegio de San Miguel, tan junto a la catedral, es ahora su casa. Los jesuitas chilenos insisten. Es necesario descansar, conocer los alrededores y prepararse para el largo viaje al sur. El joven jesuita no se cansa de agradecer a Dios por la caridad de sus hermanos.

Los jesuitas han llegado a Chile en 1593. Desde un comienzo educan en la capital y son misioneros. Los indios mapuches son los preferidos. Los catequizan en los alrededores y hacen excursiones hacia el sur. Aprenden la lengua y establecen catequistas con el nombre de "fiscales" para asegurar el fruto.

Desde 1608 forman una Provincia independiente con jurisdicción en Chile, Buenos Aires, Tucumán y el Paraguay. El provincial Padre Pedro de Torres Bollo vive en Santiago, pero la Provincia tiene el nombre del Paraguay. El Noviciado, que estuvo en los comienzos en Santiago, está ahora en la ciudad de Córdoba.

Ese mismo año se ha celebrado en Santiago la primera Congregación provincial. Los jesuitas se muestran muy contentos con los resultados. Sus decretos son notables, especialmente los referentes a los indios, a la abolición de la esclavitud, a la supresión del servicio personal y al modo de evangelizar.

Juan escucha. Se admira de los inicios de las misiones en Arauco y Chiloé, en el extremo sur. Se siente bien con esos nuevos amigos. Con los jesuitas jóvenes recorre la ciudad y los alrededores.

Un mes después, poco más que menos, inicia su peregrinación al sur. Hasta la ciudad de Concepción son otros 500 kilómetros. Lo normal es hacerlo a caballo y por etapas. El camino es malo, pero no hay en ‚l el peligro de los indios en guerra. La lucha, entre españoles y mapuches, se desarrolla al sur de Concepción.

La ciudad está junto al mar, en una tranquila bahía en el puerto de Penco. Es el bastión ubicado en la frontera. Esta es la causa del por qué vive en ella el Gobernador del Reino.

Concepción tiene un Colegio. Es muy reciente. Lo ha fundado el célebre jesuita P. Luis de Valdivia hace seis años, en 1614.

Al llegar Juan a su destino todo parece estar en calma. El excelente rector Padre Juan Romero lo abraza con cariño. La primera misión, que da al recién llegado, es descansar.

Las veladas comunitarias son agradables. El clima, el suave murmullo del mar, los lomajes siempre verdes, los ríos y la gente, ayudan a la paz y a la oración.

A los pocos días ya conoce con detalles la historia de los mártires de Elicura. Son tres jesuitas que, por obediencia, se internaron en el país de los mapuches. La guerra parecía haber terminado. Unicamente la guerra defensiva está permitida.

Ese fue el mejor logro y la gloria del P. Luis de Valdivia, el fundador del Colegio.

Los Padres Martín de Aranda Valdivia, Horacio Vecchi y el Hermano Diego de Montalbán fueron elegidos para la difícil misión de predicar el Evangelio entre los mapuches. El primero es chileno, el segundo italiano y el tercero, español o mejicano. Los elige el Superior porque ellos se han distinguido como los mejores defensores de los derechos del pueblo mapuche, de la mujer y de la paz. Los tres deciden entrar sin armas, sólo con la cruz.

Martín ha nacido m s al sur, en Villarrica, a la sombra de un volcán que aún humea. Se inició en la carrera de las armas casi siendo un niño.

En plena juventud, Martín asciende a capitán y el Virrey del Perú lo envía como Corregidor de Riobamba en Ecuador. Los informes del soldado son, pues, excelentes.

En uno de sus viajes a Lima, por razones de su cargo, se decide a hacer los Ejercicios espirituales del Fundador de los jesuitas. Después de terminarlos, ingresa a la Compañía de Jesús en la ciudad de los Reyes. Martín tiene treinta y dos años. En Lima también, recibe la ordenación sacerdotal. Martín regresa a Chile, en 1607, al crearse la Provincia del Paraguay, separada de la del Perú.

Horacio Vecchi es un italiano que también llega a Chile en 1607. Es también sacerdote.

Diego de Montalbán es un soldado. Ingresa en la Compañía de Jesús en Chile. En la hora de su muerte todavía es un novicio.

Juan del Castillo se impone del desenlace de esa misión por obediencia. Un cacique descontento, Ancanamón, les ha dado muerte en el pequeño valle de Elicura, el 14 de diciembre de 1612. La causa del martirio es de todos conocida. Martín de Aranda, Horacio Vecchi y Diego de Montalbán defendían los derechos de dos mujeres españolas, cautivas, que defendían su religión.

Los restos de esos mártires están en el Colegio. Juan los venera.

En 1626 Juan y su amigo Alfonso Rodríguez son destinados a las nuevas fundaciones del río Uruguay.

Ha rogado a Dios, ha suplicado tanto a los superiores. En un momento ha tenido miedo de que su débil salud pudiera ser un obstáculo. Se ha preparado, también, en el idioma guaraní. Los tiempos libres cordobeses han sido para la lengua paraguaya. La vida dura del misionero no le asusta.

El juicio del P. Diego de Boroa es excelente: "Su fervor es grande, su observancia es completa. Su celo se manifiesta en el tesón por aprender la lengua guaraní. Su afabilidad y mansedumbre entusiasman a todos. Es bondadoso, desprendido y puro, amable de Dios y de los hombres".

Después del martirio de los Padres Roque González y Alfonso Rodríguez en la Reducción de Todos los Santos en el Caaró, los caciques seguidores de ¥ezú se presentan, al día siguiente, en la Reducción de la Asunción de Yjuhí.

Son las tres de la tarde. Juan está a la puerta de su choza rezando el breviario. ¿Qué te dice el libro? le preguntan. Juan contesta: "Nada, estoy rezando". Ellos dicen: "Aquí te traemos a estos indios forasteros para que les des anzuelos".

La narración de los hechos pertenece a un testigo presencial, Pablo Arayú. La hace con juramento:

"Preguntado si se halló presente cuando echaron mano y prendieron al Padre, respondió que sí. Preguntado si se halló presente cuando lo mataron, respondió que sí, que vio cuando lo arrastraron y lo mataron en el lodazal.

El Padre estaba matriculando a un cacique llamado Chetihagu‚ y su gente y les di anzuelos y alfileres. Después el viejo cacique Quarabí mandó a un cacique, llamado Araguirá, que embistiera al Padre. Él lo hizo. Lo abrazó por la espalda y le torció los brazos. Así lo arrastraron hacia el bosque. Le rasgaron la ropa, sólo dejaron una media y las mangas en los brazos.

Un indio, llamado Mirungá, lo derribó en tierra. Le pusieron dos cuerdas en las muñecas y lo arrastraron por el bosque. Desconcertaron un brazo. Otro indio, llamado Tacandá, con una maza de piedra lo golpeó varias veces en el vientre. Lo siguieron arrastrando, hasta un lodazal. Iba todo desgarrado, hecho sangre.

Allí le destrozaron con una piedra grande la cabeza. Después quebraron los huesos y lo dejaron diciendo: déjenlo para que se lo coman los tigres. El no estuvo con los que quemaron el cuerpo, cuando volvieron en la mañana siguiente.

Preguntado de lo que hizo y dijo el Padre cuando lo prendieron y mataron, respondió: Cuando le echaron mano, hizo fuerza por soltarse. Dijo: Hijos, ¿qué pasa, qué es esto? Mientras lo tenían asido, llamó a los amigos en su favor. Cuando lo arrastraban le oyó decir: ¡Ay, Jesús! Y otras palabras en su lengua que no entendió. Cuando le rompían la ropa pedía que se la sacaran poco a poco.

Después entraron en su casa e iglesia. Repartieron entre ellos las cosas pequeñas. Los ornamentos sagrados se los llevaron a ¥ezú".

Esta narración concuerda con la de otros cinco testigos con juramento, todos presentes.

Juan repartió su vida jesuita casi por igual: tres años en España, seis en Córdoba del Tucumán en dos etapas iguales, tres en Chile y casi tres en Uruguay

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