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domingo, 4 de julio de 2010

SANTA ISABEL DE PORTUGAL S. XIV



(Santa Isabel de Portugal o de Aragón; Zaragoza, hacia 1274 - Estremoz, Portugal, 1336) Reina de Portugal. Merced a su matrimonio con el monarca luso Dionís, fue reina de Portugal entre 1288 y su fallecimiento, período durante el cual contribuyó de forma decisiva a la consolidación de la monarquía en el país ibérico.

Hija de Pedro III de Aragón y de Constanza de Nápoles, y por lo tanto nieta de Jaime I el Conquistador y del emperador Federico de Suabia, recibió una esmerada educación palaciega, conforme a los postulados de su época, aunque parece que desde muy joven la princesa Isabel ya destacó por tener una personalidad piadosa y caritativa.

Santa Isabel de Portugal

Antes de cumplir los diez años, sin embargo, su padre había entablado negociaciones con el monarca portugués, mediante los embajadores Conrado de Lanza y Beltrán de Vilafranca, para el matrimonio entre su hija y el rey luso. Éste aceptó gustoso, y donó a la princesa, en calidad de arras, los señoríos de Obidos, Abrantes y Porto de Mos, donación verificada en abril de 1281.

Con las negociaciones ya avanzadas, en febrero de 1288 una embajada de Dionís con sus más importantes consejeros, João Velho, João Martins y Vasco Pires, llegaba a Barcelona para celebrar el matrimonio por poder y, a continuación, escoltar a la princesa hasta la villa portuguesa de Trancoso, donde se iba a celebrar la ceremonia religiosa. Finalmente, el 24 de junio tuvo lugar el enlace, seguido de la celebración de unas fiestas ensalzadas por la historiografía como las más importantes de la Plena Edad Media lusa.



Después del matrimonio, la vida de la reina Isabel comenzó a mostrar la dualidad de caracteres que marcarían su devenir biográfico: por una parte, su carácter caritativo y piadoso; por otro, la fortaleza política de una mujer que, enfrentada a grandes vaivenes gubernativos, hizo lo posible por sobreponerse a los acontecimientos. En principio, la vida en la corte portuguesa no era, ni por asomo, parecida a la exquisitez de la aragonesa. La ambición del estamento nobiliario portugués, copado en gran medida por los propios miembros de la familia real, era cada vez mayor, personificado especialmente por Alfonso, hermano del rey, y también su principal enemigo para mantener la paz del reino, pues no dejaba de conspirar para derribar a Dionís del trono. Muy pronto se le uniría la rebeldía del hijo primogénito.

En los primeros tiempos de su estancia en Portugal, la reina Isabel comenzó a ganarse las simpatías del pueblo luso por su carácter piadoso y devoto, pues el pueblo siempre ha admirado en especial esta veta altruista de sus gobernantes, sobre todo en un universo religioso como era el mundo medieval. De esta manera, las continuas fundaciones religiosas de la reina Isabel (como el de San Bernardo de Almoster), la contribución al sostenimiento de otras (principalmente, el lisboeta monasterio de la Trinidad), así como los hospitales de asistencia fundados por ella (en Coimbra, Leiría y Santarém), ayudaron a que su popularidad entre el pueblo fuese una de las de mayor nivel entre los gobernantes medievales.

Los problemas, sin embargo, comenzaron a llegar por los continuos enfrentamientos, primero verbales, más tarde conspiradores, de su cuñado Alfonso, deseoso de hacerse con el trono portugués en detrimento de su hermano, el rey Dionís; por otra parte, las continuas infidelidades de éste, evidentemente, no hacían presagiar un matrimonio demasiado bien avenido, pues, a pesar de que la bastardía regia era un fenómeno relativamente tolerado en el medievo, las acusadas convicciones éticas de la reina Isabel lo desaprobaban por completo.

A pesar de ello, la reina acogió a los hijos bastardos de Dionís en la corte, y si no los trató como a su propia descendencia, al menos les mostró el respeto que debía como reina y cristiana. Esta acción piadosa, sin embargo, comenzó a ser una fuente de problemas tras el nacimiento de los dos primeros hijos de Dionís e Isabel: la infanta Constanza (1290-1313), que se casó con el rey de Castilla, Fernando IV, y el príncipe Alfonso (1291-1357), que sería posteriormente rey como Alfonso IV. Los problemas se agravaron en la segunda década del siglo XIV, pues Alfonso (cuyo apodo era el Bravo, por motivos obvios) comenzó a alarmarse por el incomparable ascendente que, en la corte de Dionís, en su consejo y en la toma de decisiones políticas, había comenzado a contraer uno de los hijos ilegítimos del rey, el infante Alfonso Sánchez.

Ante la sospecha de que Dionís había solicitado a la Santa Sede la concesión de legitimidad para su hermano, en detrimento de su propio acceso al trono, Alfonso el Bravo decidió rebelarse, contado con cierta ayuda diplomática de la regente de Castilla, la reina María de Molina. Dionís, enfurecido, arremetió contra su hijo de manera violenta, lo que significó el inicio de las hostilidades paterno-filiales, apoyados ambos en parte de la aristocracia lusa afín a sus causas.

Por lo que respecta a la reina Isabel, además del profundo dolor que una madre podía sentir al ver peleando a padre e hijo, la cuestión fue un poco más complicada. Desde 1318, las tropas de Alfonso instalaron su base de operaciones en el norte del país, en Coimbra y Leiría. Casualmente, el señorío de esta última villa había sido concedido por Dionís a su esposa, con lo que el rey debió entrever en su toma por Alfonso una cierta participación de Isabel en la conspiración de su hijo.

El resultado fue que la reina fue privada del señorío, la jurisdicción y las rentas de Leiría, además de pasar a residir, bajo fuerte vigilancia militar, en el castillo de Alemquer. A la desesperación de Isabel se unió el temor de que, en la primavera de 1319, ambos ejércitos parecían enfrentarse en Leiría, aunque finalmente Alfonso huyó hacia Santarém.

Durante dos largos años, 1319-1321, los partidarios de Alfonso sostuvieron una especie de guerra de guerrillas contra el ejército real en la zona norte del país, rehusando siempre el enfrentamiento directo al ser el enemigo superior en número. Durante 1321, Alfonso de apoderó de Coimbra, Montemor o Velho, Feira y Oporto, y llegó a sitiar Guimarães, uno de los principales bastiones de su padre. Al saber las noticias del frente, la reina Isabel logró escapar de su vigilancia en Alemquer para dirigirse hacia esta última ciudad, con el objeto de hacer a su hijo desistir de su vano intento, asegurándole que no había ninguna intención, por parte de Dionís, de subrogarle su legitimidad al trono.

A pesar de esta intervención, y de contar con la ayuda de otro de los bastardos de Dionís, Pedro, conde de Barcelos, Alfonso no desistió de su intento, y mucho más al saber que las tropas reales, con su padre al frente, sitiaban la guarnición alfonsina de Coimbra. Hacia allí se dirigió con su ejército, comitiva seguida muy cerca por la reina Isabel quien, momentos antes de la inminente batalla, logró lo imposible: forzar a padre e hijo a la concordia, aunque no pudo evitar una escaramuza antes de su llegada.

El acuerdo consistía en que Alfonso se retiraría a Pombal y Dionís a Leiría, para licenciar a sus respectivas tropas; posteriormente, el rey prometería respetar el derecho de sucesión si su hijo le prestaba un homenaje público de fidelidad. Aunque no se sabe con certeza si se produjo, lo cierto es que la primera intervención de la reina Isabel se saldo con éxito, si bien efímero, puesto que la chispa de la guerra civil no tardaría en extenderse debido a los intereses particulares de la aristocracia que apoyaba al príncipe rebelde. A los pocos meses, de nuevo Alfonso, encabezando un ejército nobiliario, se dirigió desde Santarém hacia Lisboa, a pesar de que el rey le había conminado, mediante varios mensajeros, a que se detuviese.

De nuevo fue necesario que la reina, montada a caballo, se interpusiera entre ambos contendientes para detener el derramamiento de sangre. Desde luego, el ejemplo de la reina Isabel, uno de los más insólitos en el medievo, no fue suficiente para que se calmaran las ansias de su hijo, y mucho menos para que la ambición aristocrática se frenase. En cualquier caso, y para conmemorar la ocasión, la reina quiso engalanar el lugar con la edificación de un monumento, situado en el actual Campo Grande (Lisboa), en recuerdo de la paz conseguida allí para todo el reino.



Poco tiempo después, en 1325, falleció el rey Dionís y, a pesar de ciertas dificultades por el recelo de la nobleza, la sucesión, en mano de Alfonso IV, pareció realizarse sin necesidad de violencia por ninguna parte. La desaparición de uno de los protagonistas del conflicto casi fue la razón de que éste acabase; así debió entenderlo la reina Isabel, después de sus intentos de mediación, ya que, tras el entierro del rey en el cenobio de Odivelas, residió algún tiempo en ese lugar, donde, sin duda, recuperó sus verdaderas inquietudes espirituales, apartadas durante los tiempos problemáticos.

Al año siguiente, 1286, la reina Isabel regresó a Coimbra, donde fundó el monasterio de Santa Clara-a-Velha y un hospital para la asistencia a los más desfavorecidos socialmente. No profesó la clausura clarisa, pero sí vivió en el convento una vida de austeridad espiritual durante los años siguientes; buena muestra de su cultivo de la espiritualidad son las dos peregrinaciones a Santiago de Compostela llevadas a cabo en 1327 y en 1335, como una peregrina más, sin otra compañía que algunas damas de su antigua corte que, por motivos igualmente, piadosos, quisieron acompañarla.

Precisamente al regreso de la última peregrinación, en 1336, la reina tuvo noticias de nuevos conflictos familiares, esta vez entre su hijo, Alfonso IV, y el rey de Castilla, Alfonso XI, que era nieto de Isabel. Las tropas portuguesas habían sido de nuevo armadas para intervenir en el país vecino, y se hallaban concentradas en Estremoz, lugar al que se dirigió la reina para, otra vez, intervenir en un conflicto familiar. Fue recibida por su hijo en el castillo de la citada villa, pero, sintiéndose enferma, se retiró a descansar. Unas pocas horas más tarde, el 4 de julio de 1336, fallecería, no sin antes haber hecho prometer a su hijo que de ninguna manera se enfrentaría de manera fratricida con su nieto, y sobrino del propio rey.

La intervención pacifista de Isabel la acompañó, como se puede comprobar, hasta su propio lecho de muerte. Fue sepultada en el convento de clarisas de Coimbra que ella misma había fundado, aunque fue transportado posteriormente hacia Santa Clara-a-Nova, donde reposa en la actualidad. Su actividad piadosa, así como el grato recuerdo que dejó tanto en Portugal como España, fueron motivo para que su leyenda se engrandeciese notablemente. De esta forma, en tiempos del monarca luso Manuel el Afortunado se iniciaron los trámites para su canonización. Fue beatificada el 15 de abril de 1516, mediante bula del papa León X, si bien únicamente para el obispado de Coimbra. Su definitiva canonización tuvo lugar el 25 de mayo de 1625, a cargo del papa Urbano VIII.

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