Vida de Santa Clara de
Asís
Nacida en Asís el 16 de julio de 1194; fallecida en la
misma localidad el 11 de agosto de 1253. Era la hija mayor de Favorino Scifi,
conde de Sasso-Rosso, representante acaudalado de una antigua familia romana, a
quien pertenecía un gran palacio en Asís y un castillo en las faldas del monte
Subasio. Eso es, al menos, lo que cuenta la tradición. Su madre, Beata Ortolana,
pertenecía a la noble familia de los Fiumi y destacaba por su celo y piedad.
Desde sus primeros años Clara parecía dotada con las más raras virtudes. Ya de
niña era muy aficionada a la oración y a la práctica de la mortificación, y
cuando alcanzó la adolescencia su repugnancia por el mundo y su ansia de una
vida más espiritual se incrementaron. Cuando Clara tenía dieciocho años, San Francisco
acudió a la iglesia de San Giorgio de Asís para predicar durante la cuaresma.
Las palabras inspiradas del Poverello encendieron una llama en el corazón de
Clara. Fue a buscarle en secreto y le suplicó que la ayudara a vivir también
"según el modo del Santo Evangelio". San Francisco, que enseguida
reconoció en Clara una de esas almas escogidas destinadas por Dios para grandes
cosas, y que indudablemente previó también que otras muchas podrían seguir su
ejemplo, prometió ayudarla.
El Domingo de Ramos, Clara, engalanada, asistió a Misa
Mayor en la catedral, pero cuando los demás se acercaron hacia el pretil del
altar para recoger un ramo de palma, ella permaneció ensimismada en su sitio.
Todos los ojos se posaron sobre la joven. Entonces, el obispo descendió del
altar y le colocó la palma en su mano. Esta fue la última vez que el mundo
contempló a Clara. Aquella misma noche abandonó secretamente la casa de su
padre por consejo de San Francisco y, acompañada por su tía Bianca, se dirigió
a la humilde capilla de la
Porciúncula, donde San Francisco, tras cortarle el cabello,
la vistió con una basta túnica y un grueso velo. De esta forma, la joven hizo
voto de servicio a Jesucristo. Era el 20 de marzo de 1212.
Clara fue instalada provisionalmente por San Francisco
con las monjas benedictinas de San Paolo, cerca de Bastia, pero su padre, que
esperaba para ella un espléndido matrimonio, y que estaba furioso por su huida
secreta, hizo lo posible, al descubrir su retiro, para disuadirla de su
proyecto, e incluso trató de llevarla a casa por la fuerza. Pero Clara se
sostuvo con una firmeza por encima de la propia de su edad, y el conde Favorino
se vio finalmente obligado a dejarla. Pocos días más tarde San Francisco, con
el fin de proporcionar a Clara la gran soledad que deseaba, la transfirió a
Sant'Angelo in Panzo, otro monasterio de benedictinas en una de las faldas del
monte Subasio. Aquí, a los dieciséis días de su huida, se le unió su hermana
Inés (Santa
Inés de Asís), de la que fue instrumento de liberación frente a la
persecución de sus furiosos familiares. Clara y su hermana permanecieron con
las monjas de Sant'Angelo hasta que junto con otras fugitivas del mundo fueron
establecidas por San Francisco en un tosco alojamiento adyacente a la pobre
capilla de San
Damián, situada fuera de los muros de la ciudad, construido en gran parte
por sus propias manos, y que había obtenido de las Benedictinas como morada
permanente para sus hijas espirituales. De este modo fue fundada la primera
comunidad de la Orden
de las Damas Pobres, o Clarisas, como llegó a ser conocida esta
segunda orden de San Francisco.
Al principio, Santa Clara y sus compañeras no tenían
regla escrita que seguir salvo una corta formula vitae dada por San Francisco,
y que puede encontrarse entre sus trabajos. Algunos años más tarde, aparentemente
en 1219, durante el viaje de San Francisco a Próximo Oriente, el Cardenal
Ugolino, protector en aquella época de la orden, y posteriormente Gregorio IX,
esbozó una regla escrita para las Clarisas de Monticelli, tomando como base la Regla de San Benito,
manteniendo sus puntos fundamentales y añadiendo algunas constituciones
especiales. Esta nueva regla que, en efecto si no en intención, eliminaba de
las Clarisas la característica franciscana de la absoluta pobreza tan querida
para el corazón de San Francisco, e hizo de ellas, a efectos prácticos, una
congregación de Benedictinas, fue aprobada por Honorio III (Bula "Sacrosanta",
9 de diciembre de 1219). Cuando Clara supo que la nueva orden, tan estricta en
otros aspectos, permitía la tenencia de propiedades en común, se opuso con
valentía y éxito a las innovaciones de Ugolino, por ser completamente opuestas
a las intenciones de San Francisco. Éste había prohibido a las Damas Pobres,
como lo había hecho a sus frailes, la posesión de cualquier bien terreno,
incluso en común. Al no poseer nada, dependían enteramente de lo que los
frailes menores pudieran pedir por ellas. Esta completa renuncia a toda
propiedad fue, sin embargo, considerada por Ugulino inviable para mujeres
enclaustradas. Por tanto, cuando en 1228 fue a Asís para la canonización de San
Francisco (habiendo mientras tanto ascendido al trono pontificio como Gregorio
IX), visitó a Santa Clara en San Damiano, y la presionó tratando de desviarla
de la práctica de la pobreza que había guardado hasta ese momento en San
Damiano y hacerle aceptar algunos bienes para cubrir las necesidades
imprevistas de la comunidad. Pero Clara rehusó firmemente. Gregorio, creyendo
que su renuncia podía deberse al miedo a violar el voto de absoluta pobreza que
había hecho, ofreció absolverla de él. "Santo padre, yo anhelo la
absolución de mis pecados", contestó Clara, "pero no deseo ser
absuelta de mi obligación de seguir a Jesucristo".
El heroico desprendimiento de Clara llenó al papa de
admiración, como muestra con testimonio elocuente la carta, aún existente, que
le escribió, hasta el punto de otorgarle el 17 de septiembre de 1228 el célebre
Privilegium Paupertis, con algunas consideraciones relativas a la corrección de
la regla de 1219. La copia original autógrafa de este privilegio - el primero
de este tipo solicitado, u otorgado por la Santa Sede - se
conserva en el archivo de Santa Clara de Asís. El texto es el siguiente: Gregorio
Obispo Servidor de los Servidores de Dios. A nuestra querida hija en Cristo
Clara y a otras criadas de Cristo que habitan juntas en la Iglesia de San Damiano de la Diócesis de Asís. Salud y
Bendición Apostólica. Es evidente que el deseo de consagraros únicamente a Dios
os ha guiado a abandonar todo deseo de cosas temporales. Por lo cual, después
de haber vendido todos vuestros bienes y haberlos distribuido entre los pobres,
os propusisteis no tener ninguna posesión, pues el brazo izquierdo de vuestro
Celestial Esposo está sobre vuestra cabeza para sostener la debilidad de
vuestro cuerpo, el cual, de acuerdo con la orden de la caridad, habéis sujetado
a la ley del espíritu. Finalmente, Él que alimenta a las aves y da a los lirios
del campo sus galas y su sustento, no os dejara en necesidad de vestido o de
alimento hasta que venga Él mismo a atenderos en la eternidad cuando, a saber,
la mano derecha de Su consolación os abrace en la plenitud de su Beatífica
Visión. Desde que, por lo tanto, pedisteis por ello, Nos confirmamos como favor
apostólico vuestra resolución de la más noble pobreza y por la autoridad de
estas presentes cartas concedemos que no podáis ser obligadas por nadie a
recibir posesiones. A nadie, por tanto, le está permitido violar esta nuestra
concesión u oponerse a ella con imprudente temeridad. Pero si alguien pretende
atentar contra ella, hágasele saber que incurrirá en la ira de Dios
Todopoderoso y de sus Bienaventurados Apóstoles, Pedro y Pablo. Dada en Perusa
a los quince días de las calendas de octubre en el segundo año de nuestro
pontificado.
No es improbable que Santa Clara hubiera solicitado un
privilegio como el anterior en una fecha más temprana, y que lo hubiera
obtenido de viva voz. Es cierto que tras la muerte de Gregorio IX, Clara tuvo
que luchar una vez más por el principio de absoluta pobreza prescrito por San Francisco,
pues Inocencio IV habría querido dar a las Clarisas una regla nueva y mitigada.
Pero la firmeza con que ella se sostuvo venció al papa. Finalmente, dos días
antes de la muerte de Clara, Inocente, no vacilando ante la reiterada petición
de la abadesa moribunda, confirmó solemnemente la definitiva Regla de las
Clarisas (Bula "Solet Annuere", 9 de agosto de 1253), y de este modo
les aseguró el precioso tesoro de la pobreza que Clara, a imitación de San
Francisco, había tomado desde el momento de su conversión. El autor de esta
última regla, que es en gran parte una adaptación mutatis mutandis de la regla
que San Francisco había redactado para sus Frailes Menores en 1223, parece
haber sido el cardenal Rainaldo, obispo de Ostia, y protector de la orden,
posteriormente Alejandro IV, aunque es muy probable que la misma Santa Clara
echara una mano para su compilación. Vistas así las cosas, no puede mantenerse
por más tiempo que San Francisco fuera en ningún sentido el autor de esta regla
formal de las Clarisas; él únicamente dio a Santa Clara como principio de su
vida religiosa la breve formula vivendi ya mencionada.
Santa Clara, que en 1215 había sido hecha superiora de
San Damiano por San Francisco, en gran parte contra sus deseos, continuó
gobernando allí como abadesa hasta su muerte en 1253, casi cuarenta años más
tarde. No hay buenas razones para creer que hubiera atravesado alguna vez los
muros de San Damiano durante todo este tiempo. No hay por tanto que
maravillarse de que hayan llegado hasta nosotros comparativamente tan pocos
detalles de la vida de Santa Clara en el claustro "oculta con Cristo en
Dios". Sabemos que llegó a ser una réplica viva de la pobreza, la humildad
y la mortificación de San Francisco. Tenía una especial devoción hacia la Sagrada Eucaristía,
y con el fin de incrementar su amor a Cristo crucificado aprendió de corazón el
Oficio de la Pasión
compuesto por San Francisco, y durante el tiempo que le dejaban sus ejercicios
devocionales se dedicaba a labores manuales. Es innecesario añadir que durante
la guía de Santa Clara, la comunidad de San Damiano se convirtió en el
santuario de la virtud, un auténtico vivero de santas. Clara tuvo el consuelo
no sólo de ver a su hermana menor Beatriz, a su madre Ortolana y a su devota
tía Bianca siguiendo a su hermana Inés e ingresando en la orden, sino también
de ser testigo de la fundación de conventos de Clarisas a lo largo y ancho de
Europa. Sería difícil, sin embargo, estimar cuánto hizo la silenciosa
influencia de la abadesa para guiar a las mujeres medievales hacia metas más
altas. En particular, Clara esparció en torno a su pobreza ese encanto
irresistible que sólo las mujeres pueden comunicar de heroísmo civil o
religioso, y llegó a ser la más eficaz ayudante de San Francisco en promover ese
espíritu de desprendimiento que según los consejos de Dios "produjo una
restauración de la disciplina de la
Iglesia y de la moral y civilización en Europa
Occidental". Sin duda no fue la parte menos importante de la obra de Clara
la ayuda y el ánimo que dio a San Francisco. En una ocasión en la que éste
creía que su vocación descansaba en una vida contemplativa, se revolvió a ella
con sus dudas, y Clara le urgió para que continuara con su misión a la gente.
Cuando en un ataque de ceguera y enfermedad San Francisco fue por última vez a
visitar San Damiano, Clara erigió para él una pequeña choza en un olivar
próximo al convento, y allí fue donde compuso su glorioso "Cántico de las
Criaturas". Tras la muerte de San Francisco, la procesión que acompañaba
sus restos desde la
Porciúncula hasta la ciudad pararon en San Damiano para que
Clara y sus hermanas pudieran venerar los pies y manos perforados de quien las
había transformado al amor de Cristo crucificado- una escena llena de patetismo
que Giotto conmemoró en uno de sus mejores frescos. Sin embargo, en lo
concerniente a Clara, San Francisco siempre estuvo vivo, y nada hay, tal vez,
más llamativo en su vida posterior que su inquebrantable lealtad a los ideales
del Poverello, y el celoso cuidado con el cual se agarró a su regla y a su
enseñanza.
Cuando, en 1234, el ejército de Federico II estaba
devastando el valle de Espoleto, los soldados, preparándose para el asalto de
Asís, escalaron los muros de San Damiano de noche esparciendo el terror entre
la comunidad. Clara se levantó tranquilamente de su lecho de enferma, y
cogiendo el ciborio de la pequeña capilla aneja a su celda, hizo frente a los
invasores, que ya habían apoyado una escalera en una ventana abierta. Se cuenta
que, conforme ella iba alzando en alto el Santísimo Sacramento, los soldados
que iban a entrar cayeron de espaldas como deslumbrados, y los otros que
estaban listos para seguirles iniciaron la huida. Debido a este incidente,
Santa Clara es generalmente representada portando un ciborio.
Cuando, algún tiempo más tarde, una fuerza mayor,
conducida por el general Vitale di Aversa, que no había estado presente en el
primer ataque, volvió para asaltar Asís, Clara, junto con sus hermanas, se
arrodilló en la más sincera oración para que la ciudad pudiera ser salvada. Al
poco se desencadenó una furiosa tormenta, que desparramó las tiendas de los
soldados en todas las direcciones, y causó tal pánico que volvieron a tomar
refugio en la huida. La gratitud de los habitantes de Asís, que de común
acuerdo atribuyeron su liberación a la intercesión de Clara, aumentó su amor
hacia la Madre
Seráfica. Hacía ya tiempo que Clara había sido recogida
en los corazones del pueblo, y su veneración hacia ella se hizo más manifiesta
cuando, desgastada por la enfermedad y las austeridades, se dirigía a su fin.
Valiente y alegre hasta el final, a pesar de sus largas y dolorosas
enfermedades, Clara hizo que la levantaran en la cama y, así reclinada, dice su
biógrafo contemporáneo, "hiló las más finas hebras con el propósito de tenerlas
tejidas en el más delicado material, con el cual hizo después más de un
centenar de corporales, y, guardándolas en una bolsa de seda, ordenó que se
repartieran entre las iglesias de los campos y montes de Asís". Cuando
finalmente sintió que el día de su muerte se acercaba, Clara, llamando a sus
afligidas religiosas en su torno, les recordó los muchos beneficios que habían
recibido de Dios y las exhortó a que perseveraran llenas de fe en la
observancia de la pobreza evangélica. El papa Inocente IV vino desde Perusa
para visitar a la santa moribunda, que ya había recibido los últimos
sacramentos de manos del cardenal Rainaldo. Su propia hermana, Santa Inés,
retornó de Florencia para consolarla en su última enfermedad; León, Ángel y
Junípero, tres de los primeros compañeros de San Francisco, estuvieron también
presentes en el lecho mortal, y Santa Clara les pidió que leyeran en voz alta la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo según San Juan, como habían hecho treinta y siete años antes, cuando
Francisco estaba tendido moribundo en la Porciúncula. Finalmente,
antes del amanecer del 11 de agosto de 1253, la santa fundadora de las Damas
Pobres falleció en paz entre escenas que su biógrafo contemporáneo registró con
conmovedora sencillez. El papa, con su corte, fue a San Damiano para el funeral
de la santa, que tomó casi la naturaleza de una procesión triunfal.
Las Clarisas deseaban retener el cuerpo de su
fundadora con ellas en San Damiano, pero los magistrados de Asís interfirieron
y tomaron medidas con el fin de asegurar para la ciudad los venerados restos de
quien, como ellos creían, por dos veces la había salvado de la destrucción. Los
milagros de Clara se habían contado por doquier. No era seguro, según los
ciudadanos de Asís, dejar el cuerpo de Clara en un lugar solitario fuera de las
murallas; era justo, además, que Clara "el principal rival del beato
Francisco en la observancia de la perfección del Evangelio" tuviera
también una iglesia construida en su honor en Asís. Mientras tanto, los restos
de Clara fueron depositados en la capilla de San Giorgio, donde la predicación
de San Francisco había tocado por primera vez su joven corazón, y donde su
propio cuerpo había igualmente sido colocado mientras se elevaba la Basílica de San
Francesco.
Dos años más tarde, el 26 de septiembre de 1255, Clara
fue solemnemente canonizada por Alejandro IV, y no mucho más tarde la
construcción de la iglesia de Santa Clara, en honor del segundo gran santo de
Asís, fue comenzada bajo la dirección de Filippo Campello, uno de los principales
arquitectos de su tiempo. El 3 de octubre de 1260, los restos de Clara fueron
transferidos desde la capilla de San Giorgio y enterrados profundamente en la
tierra, bajo el altar mayor de la nueva iglesia, lejos de la vista y del
alcance de nadie. Tras haber permanecido ocultos durante seis siglos- al igual
que los restos de San Francisco- y después de que se hubieran realizado muchas
búsquedas, la tumba de Clara fue localizada en 1850, para gran alegría de los
habitantes de la ciudad. El 23 de septiembre de ese año el ataúd fue
desenterrado y abierto; la carne y ropas de la santa se habían reducido a
polvo, pero el esqueleto estaba en perfecto estado de conservación. Finalmente,
el 29 de septiembre de 1872, los huesos de la santa fueron transferidos, con
mucha pompa, por el arzobispo Pecci, posteriormente León XIII, al sepulcro
erigido en la cripta de Santa Chiara para recibirlos, y donde ahora se pueden
contemplar.
La fiesta de Santa Clara es celebrada en toda la Iglesia el 11 de agosto;
la fiesta de su primer traslado se mantiene en la orden el 3 de octubre, y la
del hallazgo de su cuerpo el 23 de septiembre.
Las fuentes de la historia de Santa Clara a nuestra
disposición son pocas en número. Ellas incluyen (1) un Testamento atribuido a
la santa y algunas encantadoras Cartas escritas a ella por la Beata Inés, Princesa de
Bohemia; (2) la Regla
de las Clarisas, y un cierto número de tempranas Bulas Pontificias relativas a la Orden; (3) una Biografía
contemporánea, escrita en 1256 por orden de Alejandro IV. Esta vida, que
actualmente es generalmente atribuida Tomás de Celano, es la fuente de la cual
los siguientes biógrafos de Santa Clara han obtenido la mayor parte de sus
informaciones.
PASCHAL ROBINSON Trascrito por Rick McCarty Traducido
por Juan Carlos López Almansa Extraído y corregido de la Enciclopedia Católica