jueves, 15 de enero de 2009
SAN PABLO ERMITAÑO
«Príncipe de la vida eremítica», según le llama San Jerónimo, su primer biógrafo, origen y modelo de todos los ermitaños de la cristiandad. Después de la era de los mártires, los que ansían la perfección eligen el desierto, y la Tebaida, en Egipto, es uno de los lugares predilectos de estos solitarios.
Parece que era de Tebas, nacido a orillas del Nilo de una familia cristiana, y cuando contaba unos veinte años la persecución de Decio le empujó al desierto, en el que acabó adentrándose hasta encontrar cierta caverna en una montaña blanca, un refugio muy escondido donde tiempo atrás se fabricó moneda falsa.
Allí se instaló para siempre, vestido con una túnica de hojas de palmera, alimentándose del fruto de este árbol y bebiendo el agua de un arroyo de las cercanías. En la soledad más absoluta, muerto para los hombres, rezando y meditando frente al misterio de Dios que llenaba toda su existencia.
Refiere san Jerónimo que así transcurrieron muchísimos años, hasta que, ya de edad avanzadísima, centenario tal vez, recibió la insospechada visita de otro anciano, san Antonio abad, a quien Dios había revelado en sueños que vivía en el desierto otro eremita que era un tesoro de virtud.
Al principio, Pablo hace oídos sordos a su llamada, pero al fin se abrazan reconociéndose a pesar de no haberse visto nunca, y sostienen coloquios espirituales mientras el cuervo que diariamente trae medio pan al ermitaño aquel día lleva en su pico ración doblada. Pablo no tarda en morir y es Antonio quien le entierra con la ayuda de dos leones que cavan su fosa.
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